El cambio es el motor fundamental de las civilizaciones y las culturas.

Estamos adaptados a esos cambios vertiginosos en el dominio tecnológico y su influencia en la vida cotidiana.

Nadie se asombra y la mayor parte de las personas tratan de adaptarse a ellos con mayor o menor facilidad.

Los paradigmas ( modelos) explicativos que antes se mantenían por siglos y sostenían aquello que se afirmaba como verdadero, hoy se relativiza y el concepto de verdad es más elusivo que nunca. Tal vez habría que revisar a un filósofo olvidado que en 1941 escribió un texto llamado “El miedo a la libertad” (Erich Fromm) donde analizó el papel del individuo frente a las sociedades totalitarias.

El cambio requiere libertad y flexibilidad, pero inspira temor, frente a este dilema, muchos sujetos prefieren adherirse a cualquier estado, creencia o visión de mundo que les garantice una supuesta estabilidad, sin reparar en los costos que ello supone. De allí su resistencia a todo cambio que perciban como amenazante a su estatus personal, social, económico o familiar. No comprenden que la estabilidad depende de la capacidad de adaptación a las nuevas circunstancias que devienen de los desafíos que formula la vida cotidiana, especialmente cuando estos se dan en las interacciones sociales o familiares.

La vida, por definición, no es estable, estamos biológicamente condicionados a la pugna entre el equilibrio y el desequilibrio.

El primero representa la conservación, el segundo el desorden. Formulado de este modo parecen principios antagónicos cuando en realidad son –o debieran ser- complementarios.

Como sujetos tendemos a buscar la estabilidad, pero esta no es de modo alguno permanente sino –utilizando un concepto budista- básicamente impermanente, o dicho de otro modo, transitoria.

Cualquier crisis o problema severo que afecte nuestra vida implica una desestabilización, estado que despierta ansiedad y un posible anhelo de retorno a la situación anterior al conflicto. No se entiende que esa acción es circular, en el sentido de que se vuelve a un punto de neutralización o de amortiguación, donde no hay cambio sino posposición de la crisis.

Con esto se pierde una oportunidad valiosa para revisar los factores que han conducido a esa situación y articular las soluciones posibles para superarla.

Propongo dejar de lado esa afirmación catastrófica de que las personas no cambian -no sería terapeuta si la creyera- porque si uno quiere cambiar eso es posible.

En este artículo quiero compartir algunas soluciones que implemento en terapia de pareja para favorecer los cambios.

Primer paso: Hacerse cargo de uno mismo y responsabilizarse por las propias acciones.

Segundo paso: Suspender las acciones circulares y hostiles. Especialmente las acusaciones mutuas.

Tercer paso: Reconocer –en la medida de lo posible- los sentimientos expresados como rabia, rencor, revancha, impotencia.

Cuarto paso: Expresarse solo en primera persona, es decir hablar de sí mismo, de las propias emociones y no del otro.

Quinto paso: Asumir el cambio –si es que se cree en el- como tarea individual y no como una transacción.

Sexto paso: Desistir de cualquier intento de cambiar al otro, pero simultáneamente discriminar aquello que se puede admitir de lo percibido como intolerable.  

Séptimo paso: Establecer de común acuerdo una jerarquía de problemas.

Octavo paso: Buscar acuerdos y negociaciones.

 

Como se ve en esta escala, solo es posible llegar a los pasos finales si se recorrieron los anteriores. Está claro para mí, que es imposible intentar acuerdos cuando predominan los sentimientos negativos y el agotamiento. El crecimiento de aquellos conduce más bien a la ruptura que al acercamiento.

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