Culturalmente se afirma (sin fundamento) que las mujeres puedan tener bajo deseo sexual, o por lo menos expresarlo en menor grado que su compañero. ¿Pero qué sucede cuando son los varones los que no muestran ganas frecuentes y explícitas, cuando son ellas las que deben buscar la relación, las que tienen que sugerir, proponer o insistir para que algo suceda?
PARECE CIERTO, por lo menos en la práctica clínica, que cada vez son más las personas que consultan por dificultades con su deseo sexual. Vamos a entender aquí a las expresiones amorosas que culminan en una relación sexual, aunque sería por lo menos torpe excluir a aquellas otras que conllevan ternura, caricias o besos que no tienen por qué terminar obligatoriamente en una cama. Si elijo a las primeras es porque quiero ejemplificar a través de ellas el problema a que se hace referencia.
Este tema tiene sus aristas, porque no hay ningún manual ni código de procedimientos que diga con qué frecuencia debe expresarse el deseo sexual para ser considerado normal. El único parámetro que se puede tomar como referente es la frecuencia estadística que declaran las parejas que conviven, que resulta entre dos a tres veces por semana. Es obvio que las cifras nada dicen sobre el grado de satisfacción obtenido en esas relaciones ni sobre la decisión mutua de comprometerse eróticamente en la relación. Pero aun así es posible hacer algunas consideraciones sobre las parejas que se apartan extremadamente de esta media y los significados que adquiere ese hecho para ellas.
Repito que no se trata de adaptarse a una estadística para sentirse armónico consigo mismo y con la pareja, sino de entender el modo en que esta circunstancia puede convertirse en un conflicto.
Una de cada tres parejas se confrontará con este problema, en grados diferentes, y con distintas consecuencias para su relación afectiva.
Como terapeuta de pareja, puedo afirmar que los problemas que surgen en la vida compartida casi siempre se refieren a los modos en que ambos manejan los inevitables conflictos que se generan en la coexistencia. Cuando estos provienen del terreno sexual, las diferencias pueden generar emociones dolorosas, incomprensión, rechazo, resentimiento.
Nadie es inmune al rechazo, especialmente cuando este proviene de una persona querida, no estoy hablando de un hecho circunstancial, sino de una constante que se inserta crónicamente en la interacción erótica.
El deseo de ser deseado por quien uno desea es poderoso, y cuando no ocurre se produce un vacío difícil de llenar. La insistencia en la búsqueda de una respuesta positiva se agota con el correr del tiempo, de allí que las personas se refugian en una distancia que los protege del sufrimiento.
Culturalmente se acepta que las mujeres puedan tener bajo deseo sexual, o por lo menos expresarlo en menor grado que su compañero. Y aunque esto no resulta sencillo, los varones se resignan con malhumor a la circunstancia. Diríamos que se adaptan a una pauta de relaciones sexuales menor a la que desean. ¿Pero qué sucede cuando la situación es inversa, cuando son los varones los que no muestran un deseo sexual frecuente y explícito, cuando son ellas las que deben buscar la relación, las que tienen que sugerir, proponer o insistir para que algo suceda, o las que se exponen a un rechazo ante la demanda? Distintas son las causas a las que se puede recurrir como explicación del hecho. Se puede hablar de estrés, depresión, uso de medicamentos psiquiátricos, como factores que comúnmente afectan el deseo. Más allá están los conflictos de pareja, los rencores, las agresiones que difícilmente pueden ser olvidadas en la cama. ¿Y si todo ello está en orden? ¿Qué sucede si ninguno de los factores mencionados se encuentra presente? Me refiero a aquellas parejas donde no existen perturbaciones evidentes en la vida cotidiana; donde hay respeto, comunicación, ternura, caricias. Pero todo hasta allí, sin pasión amorosa.
Ante los ojos de los otros parecen casi perfectos, porque este no es un tema que se ande divulgando en reuniones de amigos, en todo caso se reservará a la confidencia con alguna persona muy cercana. Las mujeres que he conocido en la práctica clínica con este problema llegan angustiadas y confusas, no entienden la baja frecuencia sexual que les impone su pareja, se han cansado de reclamar y buscar. Las hipótesis que barajan para explicar la situación son más o menos idénticas: otra mujer, pérdida de interés sexual por ellas, una oculta identidad homosexual de su marido.
Sus reacciones van desde la rabia más aguda a la depresión por sentirse rechazadas y carentes de valor erótico. Se miran a sí mismas como responsables del desapego sexual de sus parejas. Ante la situación aparecen varios escenarios. El primero, dominado por el rencor, se dramatiza en el deseo de separarse, de colocar distancia entre ellas y el que se ha colocado como involuntario verdugo de sus deseos. Sin embargo, esta no es una decisión sencilla porque en realidad se llevan bien, tienen una buena familia, no hay confrontaciones. Separarse en estas condiciones parece irracional y hasta ridículo para una mujer. Se sienten avergonzadas y absurdas teniendo que explicar al mundo que se separan porque ese ser tan perfecto que todos estiman (empezando por su propia familia) sólo desciende de su Olimpo de abstinencia unas 15 veces por año.
El segundo escenario se plantea cuando la soledad de no sentirse deseada o rechazada se pone en crisis frente al interés que otros expresan por esta mujer insatisfecha. El amante acecha a la vuelta de la esquina, porque hombres disponibles siempre existen. El tercer escenario pasa por aceptar ese estado de cosas y valorizar lo que se tiene más que lo que falta. Al fin y al cabo, el sexo no es tan imprescindible, se dirán las que tomen este camino.
El cuarto, y probablemente el más difícil, es confrontar la situación con la pareja, no como reclamo de pasiones insatisfechas, sino como proyecto de vida conjunto, llevando al otro a un grado de conciencia del efecto que esta situación produce, y a una responsabilización por el desinterés crónico. Cuando se transita este último camino no hay garantías de éxito o de cambios mágicos, pero ofrece a ambos la posibilidad de entregar el máximo de esfuerzos para sostener la pareja sin negar ni escamotear el peso que la casi ausencia de relaciones sexuales tiene en el devenir de ambos.
Los acuerdos que una pareja toma pueden ser múltiples y diferentes, pero son acuerdos y no imposiciones, este es el eje principal del trabajo de cambio.
Para terminar esta nota, quisiera ofrecer una síntesis de lo dicho, presentado una clasificación de los grupos en que se dividen a las personas afectadas por un descenso o ausencia de su deseo sexual:
En primer lugar están aquellos o aquellas que jamás se han sentido muy sexuales, ni han creído que el sexo sea un elemento importante en sus vidas; a lo largo de su existencia han pasado por largos períodos de abstinencia y soledad. Se casan con la secreta esperanza de que esta particularidad no ocasione mayores conflictos, pero suelen equivocarse eligiendo a personas con deseos sexuales fluidos lo cual tarde o temprano llevará a dificultades en el matrimonio.
En segundo lugar están los que por una formación familiar o religiosa muy represiva o por haber padecido una experiencia particularmente traumática, se han convencido de que el sexo es algo oscuro y sucio por lo cual hacen todo lo posible para evitarlo, cuando ocasionalmente aceptan las relaciones sexuales estas ocurren rápida y mecánicamente sin placer asociado a la experiencia.
En tercer lugar aparecen los que luego de un período en el cual disfrutaron de buenas relaciones sexuales han caído en inapetencia coincidiendo con una pareja en crisis, la falta de deseo revela en este caso la profundidad del desacuerdo.
En cuarto lugar se muestran las que a través de la falta de deseo revelan en forma inapelable el rencor y la rabia acumulada por una pareja donde el sometimiento ha sido la norma.
El quinto grupo coincide con aquellas personas que sufren de un proceso depresivo que anula sus capacidades de disfrute, no sólo del sexo, sino de la vida misma.
En sexto lugar aparecen los o las “trabajólicas” que todo lo hacen en pos de sus metas de progreso económico sin darse cuenta de lo que dejan en el camino, su vida de estrés permanente afecta el deseo. En este grupo se sitúan las parejas de jóvenes con pocos años de matrimonio, involucrados en una carrera de ascenso laboral vertiginoso, en jornadas laborales interminables que muchas veces continúan en la propia casa.
En séptimo lugar están los que han encontrado otro destinatario (a) del deseo erótico, y no es que carecen del mismo, sino que su objeto de deseo ha cambiado.
En octavo sitio, que tal vez debiera colocarse en el primero por su carácter común, está el grupo que no desea por frustración, por desatención o simplemente por no sentirse queridos; este no es un fenómeno exclusivo que afecta a mujeres porque refleja a todos los que recuerdan una historia de amor y erotismo que se fue apagando con el tiempo; la química sexual que unía a la pareja se ha desvanecido.
Todos coinciden en sentir que el encuentro sexual termina por ser una exigencia a la que deben someterse para evitar males mayores o enfrentamientos personales.
Frente a la ausencia de deseo la más malsana de las reacciones es la presión, la recriminación o el enojo, de ellas solo surgirá mayor resistencia y dolor. Hay que entenderla como una reacción vivencial que representa un evidente alejamiento o un modo inconsciente de mostrar los conflictos personales o de la relación; por ello es que la falta de deseo siempre debe ser tenida en cuenta y evaluada como un factor de riesgo tanto para la armonía individual como de la pareja. No hay que confundirse atribuyendo esta carencia a bruscos desniveles hormonales, ni aceptar remedios mágicos para el desamor. Dice un refrán popular “donde fuego hubo cenizas quedan” y aunque reavivar las cenizas dormidas no es una tarea sencilla, con dedicación, tolerancia y ayuda es posible lograrlo.
Para terminar quisiera ofrecer a los lectores el ejemplo de una terapia centrada en el deseo sexual.
Tomás tenía 36 años cuando llegó a la consulta, seis años de matrimonio mas dos de noviazgo. Su deseo sexual había desaparecido.
Siempre que aparece un problema definido con tanta claridad, la entrevista se orienta a detectar los factores que determinan esta reacción. Mi experiencia me hace creer que por lo general logramos encontrar en la maraña confusa de datos que presentan los consultantes, aquellos elementos significativos que nos permitirán comprender la situación y a veces generar soluciones.
Ejemplo: Para Tomás no era una experiencia desconocida, en otras parejas le había sucedido un proceso similar, pero no con la intensidad actual.
Su mujer, Patricia, tenía 28 años. Su actitud frente al problema había transitado por distintas reacciones. Sorpresa, ira, enojo, hasta llegar a una silenciosa resignación.
Lo paradójico aparente de esta pareja es que en el inicio de la relación su vida sexual era en palabras de Tomás: “algo de otro mundo” “hacíamos de todo y en todo momento”, sin ser tan enfática Patricia concuerda en que las relaciones eran intensas y placenteras.
Aquí, en este tramo de cualquier entrevista, suele aparecer la curiosidad y la pregunta por las razones por las que algo, definido como intenso y placentero deja de serlo y transita hacia la distancia emocional y corporal.
Por sentido común, se puede entender que la primera reacción de cualquiera que esté involucrado en un problema se dirige a identificar el porqué, como y cuando se produjeron las circunstancias que llevaron al conflicto. Lamentablemente este proceso no es tan sencillo, porque cualquier hipótesis explicativa está cargada de subjetividad y cada cual enfatiza aquellos aspectos en los que cree firmemente. En ese acto de producir lo verdadero, las personas suelen bloquearse defensivamente y se cierran a la diferente visión que el otro puede tener sobre el origen y las razones por las que el problema se inició y por las cuales persiste.
Para Tomás su distancia comenzó a raíz de las reiteradas peleas que comenzaron a tener, por razones poco definidas, pero explicadas a partir del “carácter fuerte de los dos”.
Tomás la considera oposicionista, rebelde y furiosa. Patricia, aunque no se define “como un angelito”, “sino como fuerte e independiente” señala que sus reacciones de pelea, gritos e insultos, siempre tenían que ver con el estilo seco e irónico que el utilizaba “casi porque si”. La dinámica de los conflictos producía una asombrosa rotación donde el acababa por sentirse maltratado y aplastado por ella. Su repliegue físico y emocional, la distancia severa sin palabras, terminaba por producir interminables arrepentimientos y disculpas por parte de Patricia.
Este circuito repetido se terminó en un cierto momento, tal vez por fatiga, pero las secuelas se siguieron expresando en una convivencia “de amigos”, sin sexo, ni contacto físico explícito.
En el momento en que llegaron a terapia, no había entre ellos ironías, maltratos o gritos, sino una relación de cariño fraternal, cómplice y entretenida.
Ninguno de los dos expresó un deseo de separación. Pero era evidente que ese fantasma flotaba amenazadoramente sobre su proyecto marital.
El conflicto silenciado se expresaba de modos distintos en cada uno.
En Patricia a través de la negación de la importancia de la vida erótica: “Yo lo amo y puedo vivir sin sexo”. Esta afirmación puede ser cierta para algunas personas, pero aquí expresaba una opción desesperanzada. Un dolor resignado ante los rechazos reiterados a sus aproximaciones sexuales.
En Tomás se comenzó a expresar en tensiones musculares, jaquecas reiteradas, trastornos de ansiedad. Lo que le llevó a sucesivas consultas médicas, y al uso de ansiolíticos y antidepresivos.
Después de dos años de casi ausencia de relaciones sexuales, Tomás se asume como responsable del distanciamiento. Ya no puede explicarse su desinterés. ¿Será que ella ya no me atrae como antes?, pero esta pregunta, posible para muchos, demanda una respuesta creíble, y él, en el fondo no está convencido de que sea cierta. No quiere perderla, y no imagina un matrimonio sin sexo, sin hijos, sin deseo. Sabe que hay un bloqueo en su capacidad amorosa, pero ignora la razón. Quiere cambiar, pero no sabe de que modo hacerlo.
Como terapeuta entendí que ambos estaban atrapados en una historia de resentimiento, en un pasado odioso que dejó secuelas expresadas en el distanciamiento erótico. Lo complejo era el modo en que ambos estaban compensando este vacío a través de una relación de compañerismo. Eran dos seres heridos que no entendían como sanar el daño, pero que tampoco querían perderse mutuamente.
Lo doblemente complejo era construir un camino de reencuentro amoroso sensual, obviando cualquier tarea típicamente sexual para la cual no existía viabilidad, si no se lograba primero una modificación en las corazas emocionales defensivas.
Cuando como terapeuta formulamos una hipótesis explicativa en el marco de una terapia con objetivos, deberemos tratar de que las acciones que se proponen sean congruentes con ella.
En este caso la línea por la que opté fue la de significar el conflicto expresado por Tomás dentro de la cerrada y belicosa tendencia que había caracterizado a la pareja en sus inicios. Las fuerzas confrontadas allí, se corporizaban en dos estrategias diferentes: la de Patricia en su violencia emocional, la de Tomás en su distanciamiento.
Patricia cambió, desistió de la fuerza y el conflicto; pero eso no fue suficiente para él. En su interior la pelea continuaba y alimentaba su defensa, el temor irracional que lo atrapaba era ser vencido, pero el costo personal de esta determinación era su ansiedad constante.
Recuerdo un momento específico en la terapia que marcó el principio del cambio en la actitud de Tomás. Recuerdo que le dije algo así como:
-Bueno, tu ganaste, ella cedió, pero ¿estás dispuesto a asumir el costo de seguirla derrotando todos los días? Cada vez que no la deseas la golpeas de forma infinitamente superior a lo que ella hacía con sus gritos e insultos-.
Es evidente que un señalamiento aislado no determina una sanación espontánea y automática, pero cuando es aceptado por el paciente abre el camino para otras propuestas. Eso es lo que sucedió lenta, pero persistentemente en Tomás. Lo que reinstaló también en Patricia el deseo de buscarlo.
La terapia del bajo deseo sexual es posible y eficiente, siempre y cuando no se cometan dos errores básicos. El primero por minimizar el valor que una buena vida erótica tiene para la cohesión de la pareja; el segundo por dejar de lado el peso de los conflictos de pareja en el distanciamiento sexual.
Ambos elementos deben ser tenidos en cuenta para lograr una adecuada propuesta de trabajo que le permita a la pareja superar uno de los escollos más duros que se le presentarán a lo largo de su proyecto vital.