Las terribles compulsiones.
En la vida cotidiana se ha hecho un lugar común convivir con compulsiones y adicciones varias sin demasiada sorpresa. En la mayor parte de las familias hay uno o varios miembros que toman alcohol en exceso, que comen demasiado o muy poco, que fuman, son adictos al café, ven televisión diez horas diarias, ingieren antidepresivos o sedantes nerviosos como si fuesen caramelos, que son trabajólicos, que compran ansiosamente sin un criterio de necesidad, que piensan obsesivamente en obtener éxito, dinero, reconocimiento social, belleza corporal o cualquiera de los espejismos que la sociedad de consumo ha sembrado en su camino. Hace tiempo que la dieta, por ejemplo, ha dejado de ser un tema alimenticio, para convertirse en un fetiche contemporáneo, del cual dan habida cuenta gran número de jóvenes anoréxicas.
Convivimos con la compulsión, y la admitimos como un modo de vida. Sin distinguir cuando ella se instala regulando las acciones que hasta ayer eran racionales, porque es obvio que la conducta compulsiva trasciende a la reflexión y a la conciencia. Esta es la diferencia entre el impulso y la compulsión, el primero es manejable, no opera como una necesidad absoluta; la segunda coloca al individuo en un conflicto extremo entre la realización del acto y la angustia por su frustración. Su éxito, en un sentido patológico, consiste en convertirlo de una opción en una necesidad agobiante.
En todos los ámbitos de la conducta pueden aparecer elementos compulsivos, algunos son inofensivos, simples manías, como les dice la gente, pero en otras ocasiones pueden perturbar severamente la vida personal, como es el caso de las compulsiones que se relacionan en forma evidente con la sexualidad, que aún siendo frecuentes, no son tan notorias, aunque parece claro que ellas han ido creciendo en el mundo postmoderno, hasta constituirse en el emblema oculto de nuestro modelo cultural. .
La diferencia entre géneros se aplica obviamente a este problema.
Mientras que los varones pueden desarrollar hábitos sexuales compulsivos, sin sentir por ello vergüenza o culpa, En cambio, según señala la psicóloga Carlotte Kasl: Pocas mujeres deciden tener tantas parejas sexuales como les sea posible. Las mujeres sexualmente adictas se ven prendidas en un ciclo en el que la fuente primaria de poder es la conquista sexual y ellas tratan de satisfacer sus necesidades de ternura y lo consiguen por medio del acto sexual. En la conducta sexualmente adictiva de la mayoría de las mujeres que la padecen subyace un deseo de construir una relación.
Cuando una mujer tiene una actividad sexual compulsiva, es frecuente que vaya acompañada de sentimientos de inadecuación.
Estos hechos son relativamente sencillos de entender desde dos ópticas diferentes, pero complementarias. En primer lugar la premisa biológica, el papel sexual de los machos ha sido regulado genéticamente para impregnar de su esperma a todas las hembras disponibles, activa y repetitivamente, eso es en definitiva una compulsión puesta al servicio de la reproducción.
Se representa en la posesión, y ella lo simboliza. La unión sexual se torna compulsiva porque de ella depende su lugar social de preeminencia y dominio.
No es solo un instinto, ni solo un impulso, sino su manera de colocarse por encima de la hembra y dominarla.
La actividad sexual masculina se desarrolló en forma intensa a la vez que múltiple. Buscar la relación sexual repetidamente, con una o varias compañeras sexuales, se constituyó en la pauta cultural dominante de la sexualidad masculina, mientras que simultáneamente se restringía la actividad sexual de las mujeres. Desde aquí que resulte sencillo entender que la multiplicidad sexual femenina queda unida socialmente a la promiscuidad, mientras que para el hombre representa su capacidad y seguridad. Sólo la igualdad sexual de la mujer permite la ruptura de esa disociación arcaica, pero esta igualdad no es globalmente aceptada en el mundo contemporáneo. Y es especialmente complicada en las sociedades que se manejan con actitudes ambivalentes frente a la sexualidad femenina, de la cual esperan goce, pero a la que también temen. En su límite este temor llevará a la mutilación genital de la mujer como forma de control o la imposición de vestimentas -como el burka- que borran su silueta femenina.
En segundo lugar, a través de los condicionamientos sociales; los varones se permiten la multiplicidad sexual, en fantasía y en acción, desde su adolescencia. Lo admiten positivamente como un crecimiento de experiencia, lo difunden como expresión de un papel triunfador.
Mediante la reiteración de las experiencias sexuales, ellos surgen consolidados en su identidad masculina. Mientras que, para las mujeres, la acumulación de experiencias sexuales no les representa un handicap positivo, sino como parte de su experiencia vital.
La cantidad de relaciones en sí misma no implica compulsión, sino el estado emocional que anticipa esa búsqueda. Lo relevante aquí es que el objeto de deseo al cual se liga la conducta compulsiva produce una tensión psíquica que solo se libera con la realización del acto, el que una vez cumplido suele generar culpa y depresión, hasta que se reanuda el ciclo, y esto es tan válido para hombres como para mujeres. Si no se lo aborda como un problema psicológico grave, la persecución compulsiva del sexo se mantiene como constante, y genera riesgos y conflictos. Entre los primeros, están las conductas de poco cuidado en que frecuentemente caen los adictos, los que los hace especialmente sensibles a la transmisión de enfermedades de contagio sexual. Los conflictos aparecen porque son básicamente infieles y les resulta muy difícil sostener una pareja estable.
Las terapias psicológicas y psiquiátricas de las compulsiones, se han desarrollado positivamente a partir de la aparición de nuevos medicamentos, que colaboran a disminuir la presión y favorecen una serie de conductas más responsables hacia sí mismo y hacia los otros, abriendo una nueva perspectiva para las personas que padecen esta enfermedad.