¿Tú eres seductora o seductor? O mejor dicho ¿te sientes como tal? Te propongo realizar un pequeño ejercicio antes de responder la pregunta; solo mira en televisión a aquellas personas que ejercen la seducción como un atributo. Si eres buen@ observadora te darás cuenta de que algunos son seductores sin esfuerzo, pero con oficio, saben qué hacer y cuando para lograr un efecto sobre los otros. Es decir que han trabajado esta aparente naturalidad y son conscientes de ello. Otras y otros aparecen más bien patéticos en sus gestos y movimientos, son como aficionados enfrentados a un mundo de profesionales de la seducción (y así les va).
La idea de seducción se entiende en general vinculada a la atracción entre sexos o entre los miembros de un mismo sexo, sin embargo vivimos en una sociedad donde este concepto se ha ampliado a una multiplicidad de ámbitos, tales como los comerciales, políticos o religiosos. Se puede seducir o ser seducido por una persona, un vínculo, una idea, o un producto y en ese proceso la seducción triunfa cuando se instala a la persona o al objeto como parte de las necesidades personales.
Seducir significa llevar al otro a una zona de interés y de alguna manera adquirir el control y la conducción del proceso. Este es uno de los elementos típicos del juego: el factor estratégico, donde las relaciones de fuerzas son determinantes. Pero también han persistido, como herencia antigua y expresión de lo más instintivo, los aspectos “animales” de la seducción ligados a la llamada de los sentidos.
El olfato, la visión, el tacto, los gestos sonoros, movimientos y aditamentos como la ropa o los cosméticos, componen la estructura de la “química sexual” destinada a la atracción del prójimo. Para que esta química sexual funcione, la especie humana (con múltiples variaciones culturales) ha inventado a lo largo de los tiempos una serie de rituales y coreografías que apuntan a un objetivo único y universal: atraer al ser deseado. En Occidente todo comienza con la mirada, los ojos se fijan en el otro al cual se evalúa y por el cual se es avaluado. Hay una rápida y fugaz comparación inconsciente con los patrones internos, con las imágenes idealizadas del amor deseado y perfilado en el imaginario erótico, y también una evaluación racional del otro y de lo que sugiere. Hay personas que han definido a lo largo de años las características deseables en el otro, que pueden ser intelectuales, estéticas, económicas, sociales o de carácter. Otras operan por el factor llamado emotivo, el feeling, que hace sentir sumamente próxima a una persona hasta hace poco lejana y distante. El llamado amor a primera vista se fundamenta en ambos tipos de acercamiento. La mirada es el primer paso a la que luego se agrega la posición de la cabeza y el cuerpo, otros gestos complementan la acción, como llevar la propia mano a los cabellos acariciándolos, o girar el cuerpo y orientarlo hacia la persona a quien se quiere enviar el mensaje. Si el mensaje ha sido aceptado y compartido la sonrisa es inevitable y por fin llega la palabra. La sonrisa es, a la vez, un gesto invitante y tranquilizador: abre o propone un espacio explícito de aceptación y requiere ser respondida.
La coherencia entre la mirada, el gesto, la sonrisa y la posición del cuerpo establece un esquema de comunicación algo más complicado, porque si la mirada dice “Me interesas” pero el cuerpo adopta una posición de rechazo, cerrándose en su postura (como la gente que mantiene brazos y piernas cruzados) se están empleando simultáneamente dos códigos contradictorios que pueden confundir a los participantes. Los seductores expertos saben como y cuando utilizar el gesto correcto para aflojar cualquier resistencia, y aún modificar sus propios gestos para facilitar la respuesta del otro.
Un componente fundamental del juego de la seducción, casi más importante que la palabra, es el interjuego de los espacios. La excesiva distancia o el acercamiento intrusivo alteran las reglas del juego. Es como si las personas tuviesen en torno a sí un halo de energía, un espacio privado que no puede ser invadido (generalmente) sin autorización, resulta casi obvio que no hay que pedir un permiso de paso para una caricia o un beso, pero esto sucede porque la aceptación es implícita. Si entre una mirada y un beso no hay palabras es porque ya no hacen falta.
La situación inversa, es decir la falta de contacto, tampoco es válida si es que se quiere progresar en el camino del acercamiento.