Las palabras abuso sexual dan cuenta de un fenómeno en el ámbito social que se ha ido señalando con precisión en los últimos veinte años. No es que antes no existiera, sino que simplemente se ocultaba tras una pantalla, como todas aquellas situaciones que una sociedad no puede o no desea ver. Hoy vemos como en múltiples ámbitos sociales la violencia sexual en términos de acoso, abuso, violación, está siendo cada vez más transparentada.
Cuando alguien abusa de otra persona, se entiende que la somete a una condición donde se ejecutan acciones que van más allá de la decisión consciente de realizarlas. Puede ser practicado en distintas situaciones y sobre diversas personas sin distinción de género o edad, sin embargo sus consecuencias o secuelas son infinitamente mayores cuando el objeto de abuso es un niño, el que obviamente no tiene ninguna posibilidad de libre elección ante la demanda sexual del adulto.
El abuso es un capítulo de la violencia sexual, que a su vez es parte de un fenómeno más global, el de la violencia como expresión de la dominación, que se expresa de distintos modos, y con diferentes protagonistas. Ella se anida en forma abrumadoramente mayoritaria en la mitad masculina de la especie, como resabio del patriarcado, y se ejerce principalmente sobre las mujeres y también sobre otros hombres. Los agresores sexuales en su mayoría realizan su primer comportamiento de abuso antes de cumplir los 16 años, teniendo el 11 por ciento antecedentes de haber sido abusados ellos mismos.
En Chile, cada 20 minutos, una mujer es objeto de la violencia sexual masculina. Cada año se producen entre 30.000 y 32.000 atentados sexuales, lo que hace un mínimo promedio de 9 atentados diarios.
Sin embargo, debajo de estas cifras visibles, existen otras más ocultas, las que nunca serán denunciadas, las que se refugian dentro del secreto.
En EE.UU, el 20 por ciento de las mujeres adultas y entre el 5 por ciento y 10 por ciento de los hombres adultos declaran haber sufrido durante su infancia o adolescencia algún tipo de abuso sexual, aunque sólo un tercio de estas personas logró comunicar este hecho a algún familiar o profesional. En Chile se estima que la cifra asciende al 18 por ciento, pero este dato aumenta aceleradamente en la medida que en los últimos años se han promulgado leyes, e instancias de protección que hacen más frecuente la revelación o la denuncia del abuso.
En general los abusos se pueden definir a partir de dos aspectos importantes: la coerción y la diferencia de edad entre el agresor y la víctima. Se entiende por coerción fuerza física, presión o engaño. La diferencia de edad marca una relación desigual, en asimetría, impidiendo una verdadera libertad de decisión y hace imposible una actividad sexual común, ya que los participantes tienen experiencias, grado de madurez biológica y expectativas muy diferentes.
El psiquiatra Reynaldo Perrone señala que la gran mayoría de los abusos sexuales y/o incestos, padre/ hija (entiéndase padre, hermano, tío, abuelo u otra figura cercana con relación de autoridad o responsabilidad respecto a la víctima) ocurren sin violencia objetiva de tipo agresión. Aún si el primer acto puede definirse como violación, la víctima lo vive en una especie de estado de conciencia reducida. La experiencia es similar a un embrujamiento donde se anula la capacidad de rebelión y sentido crítico. El abusador impone la ley del silencio a través del miedo y la amenaza, lo que le facilita la reiteración de los contactos.
El niño queda atrapado entre el terror, la vergüenza y la fantasía de ser castigado si revela el secreto. Este encierro se potencializa si la familia tiene alguna de las siguientes características:
La madre es distante y poco cuidadosa.
La madre carece de poder, es sumisa o maltratada.
El padre u otros varones a su alrededor no han aprendido a distinguir entre caricias sexuales y no sexuales.
Acostumbran a desconfiar de lo que la hija/o les dice.
Educan a la hija/o para obedecer y callarse siempre frente a los adultos.
No enseñan a las niñas a querer su cuerpo, a protegerlo y a sentir que tiene derecho a decir no.
Las consecuencias del abuso se perciben tanto en la infancia como en la edad adulta.
En primer lugar porque anulan el normal desarrollo psicosexual, introduciendo violenta y abruptamente un quiebre en la ingenuidad y el juego de descubrimiento del niño. En segundo lugar porque perjudican la integración de la identidad personal y la mantención de la autoestima. El 75 por ciento de los adolescentes con trastornos disociativos severos de personalidad tienen historial de abuso sexual antes de los 6 años.
El impacto del trauma que el niño o niña sufre está generalmente asociado a la reacción de la familia, la cual a su vez está relacionada con la identidad del agresor. Si el abusador tiene una figura de control o relevancia en la familia, el rompimiento y la crisis serán más severos. Cuando un miembro de la familia es el abusador, la familia evalúa los factores de pérdida o ganancia de apoyar al niño versus el agresor. Los niños cuyos padres no los apoyan, no les creen o no los protegen, son más seriamente alterados que los que tienen padres apoyadores.
En el adulto que ha sido abusado las secuelas se ejercen a largo plazo.
Judith Herman plantea un esquema que amplía la problemática en relación a lo vínculos que la víctima establece con el agresor, y le llama «SÍNDROME DE ESTRÉS POST-TRAUMATICO COMPLEJO», toma en cuenta que el trauma, la lesión ocasionada por el abuso sexual continuado supera los criterios para estrés postraumático y describe este nuevo cuadro, frecuentemente agravado por la revictimización. Incluso un suceso estresante o que recuerde al abuso sufrido puede hacer aparecer la sintomatología.
La dimensión y envergadura de los efectos traumáticos dependen de la reacción de la familia y de la realización de un tratamiento psicológico adecuado y oportuno, que permita al niño recuperar la confianza en sí mismo y hacia el mundo adulto.
Los adultos que han sufrido esa experiencia traumática en su niñez, la guardan como un recuerdo imborrable, pero si han sido entendidos y ayudados serán capaces de rehabilitarse para una vida afectiva y sexual armónica, de ello depende en definitiva su capacidad de amar y ser amados.

Por Roberto Rosenzvaig

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